Estimada Theresa, queridos amigos y amigas de Fundación Ecomar:
Me cuentan que estáis de cumpleaños; que son 25 años ya los que lleváis haciendo el bien. Parece mentira cómo pasa el tiempo. A mí me lo vais a decir. Quienes mejor me conocen están cansados de escucharme decir que, desde aquel inolvidable 3 de marzo de 1999, mi vida cambió. Y lo hizo para bien. Sé que, en aquel momento, vosotros andabais más pendientes de que los ordenadores sobrevivieran al cambio de milenio y de que entrar en un siglo nuevo no os afectara demasiado. Yo, veterano en esas cosas, había vivido ya muchos como para alterarme. Os avisé de que nada malo pasaría. Y nada malo pasó.
Ay, Theresa, la primera vez que te vi, eras tan pequeñita que apenas te recuerdo. Venías del frío norte, pero te conocí en nuestro lugar favorito, el tuyo y el mío, ese Mediterráneo en el que allí, a la altura de nuestra Málaga querida, me encuentro como en casa. Desde que eras una cría aprovechaste mis olas para encontrar tu verdadera razón de ser y tu primer motivo para vivir. Alguna vez te escuché decir que querías devolverme las satisfacciones que yo te había dado. Y es justo al revés. Créeme: no puedo estar más contento de protagonizar contigo las mayores hazañas jamás contadas en el deporte olímpico español.
Pero, tozuda como eres, una vez retirada no paraste hasta curarme las heridas. Yo estaba malito, sí y, entre nosotros, todavía lo estoy un poco, pero jamás podré agradecerte lo suficiente, a ti Theresa y a tu gente de Fundación Ecomar, lo que habéis hecho por mí en estos 25 años inolvidables. Ni en mil vidas lo podría hacer, y mira que las mías son largas.
Teníais que haber visto a aquellos primeros pequeños, ahora ya hombres y mujeres hechos y derechas, cuando empezaron a limpiar mis costas. A cuidar de muchos de los seres, animales y vegetales, que me dan la vida. Qué tesón, cuánto compromiso. De mí, amigos y amigas, pocos se preocupaban por aquel entonces y esas primeras muestras de atención, aquellos cariños, aquellos mimos, son de los que no se olvidan jamás.
Recuerdo que nada más verlos todo me gustó de ellos, pero lo que más, su color: ese azul tan mío que llevaban en todos los lados. El mismo que continúo viendo año tras año y cada vez más. Sin ir más lejos, el año pasado aparecieron por aquí casi cada semana. Ya son como uno más de la familia. Y yo, pues claro, me pongo muy contento cuando los veo. Casi tanto como cuando mando mover a las olas para, a mi manera, aplaudir los merecidísimos premios que habéis recibido durante todos estos años.
Para los que no os conozcan demasiado todavía, tendré que aclarar que en Ecomar no solo se conforman con limpiar mis costas y ponerme bonito. ¿Sabéis que también me investigan? Ellos dicen aquello de que me cuidan porque me conocen y es tan bonito y tan cierto…
Y, claro, conociendo a Theresa, cómo no iba a haber lugar para el deporte en toda esta aventura. Ella lo llama Grímpola, como las banderas de los barcos de todos esos clubes náuticos que navegan por mis aguas, incluidas, que no se me olviden, nuestras hermanas portuguesas.
En fin, me voy a ir despidiendo que tengo que ayudar a la luna con eso de las mareas. Mil gracias, de corazón, Theresa; muchas más a los socios de Ecomar y a los héroes y heroínas que colaboran con vosotros cada día para cuidarme. No sé qué sería de mí sin vuestro amor. Os seguiré viendo, más fuerte y más guapo, en los próximos 25 años.
Firmado: Vuestro amigo EL MAR.
nbsp;